Por David Foster Wallace1
Había una vez dos peces jóvenes que iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez mayor que nadaba en dirección contraria; el pez mayor los saludó con la cabeza y les dijo: «Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?».
Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho, por fin uno de ellos miró al otro y le dijo: «¿Qué demonios es el agua?».
Este es un requisito estándar de los discursos de las ceremonias de graduación en América: el empleo de pequeñas historias didácticas a modo de parábolas. Lo de contar historias resulta ser una de las mejores convenciones del género y también de las menos estúpidas… pero si les preocupa la posibilidad de que yo me presente a mí mismo como el pez viejo y sabio que viene a explicarles lo que es el agua a los peces jóvenes como ustedes, por favor, que no les preocupe. Yo no soy el pez viejo y sabio.
El sentido inmediato de la historia de los peces no es más que el hecho de que las realidades más obvias, ubicuas e importantes son a menudo las que más cuestan de ver y las que más cuestan de explicar. Como frase en sí misma, por supuesto, esto no es más que una perogrullada; y sin embargo, el hecho es que en las trincheras donde tiene lugar la lucha diaria de la existencia adulta, las perogrulladas pueden tener una importancia vital. O eso es lo que les quiero sugerir en esta seca y encantadora mañana. Por supuesto, el principal requisito de los discursos como el presente es que yo les hable a ustedes del sentido de su educación en el campo de las humanidades, y que les intente explicar por qué el título que están a punto de recibir tiene un verdadero valor humano más allá de una simple recompensa material. Así pues, hablemos del estereotipo más común del género de los discursos de las ceremonias de graduación, que es el que nos dice que la educación en el campo de las humanidades no tiene tanto el sentido de llenarlos de conocimiento como de, entre comillas, «enseñarles a pensar».
Si ustedes son como era yo cuando estudiaba en la universidad, nunca les ha gustado oír esto, y tienden a sentirse un poco insultados por la afirmación de que les hace falta que alguien les enseñe a pensar, dado que el hecho mismo de que los hayan admitido en una universidad como esta, parece ser la prueba de que ya saben pensar.
Sin embargo, voy a postular ante ustedes que ese estereotipo sobre las humanidades no es para nada insultante, puesto que la enseñanza para pensar tan importante que se supone que recibimos en un sitio como este no tiene que ver en realidad con la capacidad en sí de pensar, sino más bien con la elección de en qué pensar. Si su libertad completa para elegir qué pensar parece algo demasiado obvio como para perder el tiempo hablando de ello, yo les pediría que pensaran en peces y en agua, y que pusieran en suspenso durante unos minutos su escepticismo acerca del valor de lo que es completamente obvio. Aquí va otra pequeña historia didáctica:
Hay dos tipos sentados juntos en un bar en los remotos páramos de Alaska.
Uno de los tipos es religioso y el otro es ateo, y están discutiendo sobre la existencia de Dios con esa intensidad especial que llega después de la cuarta cerveza.
Y el ateo dice: «Mira, no es que no tenga razones de peso para no creer en Dios.
»No es que no haya experimentado nunca con todo eso de Dios y de rezar.
»El mes pasado mismo me pilló en campo abierto aquella tormenta terrible de nieve y yo no podía ver nada y estaba completamente perdido y estábamos a diez bajo cero, así que lo hice, lo intenté: me puse de rodillas en la nieve y grité: “¡Dios, si existes, estoy perdido en esta tormenta de nieve y me voy a morir como no me ayudes!”».
Y ahora, en el bar, el tipo religioso mira al ateo, perplejo: «Bueno, pues entonces debes de creer en él —dice—. Al fin y al cabo estás vivo para contarlo».
El ateo pone los ojos en blanco como si el religioso fuera corto de luces: «No, tío, lo único que ocurrió es que pasaron por casualidad un par de esquimales y me enseñaron cómo se volvía al campamento».
Es fácil someter esta historia a una especie de análisis estándar desde la óptica de las humanidades: la misma experiencia exacta puede querer decir cosas completamente distintas para dos personas distintas, dependiendo de los patrones respectivos de creencias que tenga cada uno y de las formas distintas que tengan de construir el sentido a partir de la experiencia. Debido a que valoramos la tolerancia y la diversidad de creencias, en ningún momento de nuestro análisis humanístico queremos afirmar que la interpretación de uno de los tipos es cierta y la del otro es falsa o errónea. Lo cual está bien, salvo por el hecho de que terminamos no hablando nunca sobre de dónde vienen esos patrones y creencias individuales, con lo cual quiero decir sobre de qué parte de dentro de los dos tipos vienen.
Como si la orientación más básica de una persona hacia el mundo y el sentido de su experiencia fueran algo que ya viene de fábrica, igual que la altura o la talla de los zapatos, o bien algo que se absorbe de la cultura, como el idioma.
Como si la forma en que construimos el sentido no fuera en realidad fruto de una elección personal e intencionada, de una decisión consciente.
Además, está la cuestión de la arrogancia.
El tipo no religioso rechaza con una confianza completa y odiosa toda posibilidad de que los esquimales hayan sido resultado de la oración en la que pedía ayuda. En verdad: hay mucha gente religiosa que también parece arrogantemente segura de sus interpretaciones. Probablemente resultan todavía más repulsivos que los ateos, por lo menos para la mayoría de los que estamos aquí, pero lo cierto es que el problema de los dogmáticos religiosos es exactamente el mismo que el del ateo de la historia: arrogancia, confianza ciega y una cerrazón mental que es como un encarcelamiento tan completo que el prisionero ni siquiera sabe que está encerrado.
Lo que intento decir es que pienso que esto forma parte de lo que se supone que significa en realidad ese mantra de que las humanidades «te enseñan a pensar»: ser un poco menos arrogante, tener cierta «conciencia crítica» de mí mismo y de mis certidumbres… porque un gran porcentaje de las cosas de las que suelo estar automáticamente seguro resultan ser completamente erróneas y fruto del autoengaño. Esto es algo que yo he aprendido a base de cometer errores, tal como predigo que les pasará a los que ahora se gradúan.
He aquí un ejemplo de la equivocación absoluta de algo de lo que tiendo a estar automáticamente seguro:
Todo lo que conforma mi experiencia inmediata apoya mi creencia profunda en el hecho de que yo soy el centro absoluto del universo, la persona más real, nítida e importante que existe. Casi nunca pensamos en este egocentrismo tan básico y natural, debido al hecho de que es socialmente repulsivo, y sin embargo en gran medida todos lo tenemos, en el fondo. Es nuestra configuración por defecto, que nos viene ya de fábrica al nacer. Piensen en ello: nunca han tenido ninguna experiencia de la que no fueran el centro absoluto. El mundo tal como lo experimentan se encuentra delante de ustedes, o bien detrás, o a su izquierda o a su derecha, o en su televisión o en su monitor o donde sea. Los pensamientos y sentimientos ajenos se les tienen que comunicar de alguna manera, pero los suyos son inmediatos, apremiantes y reales.
Ya me entienden.
Pero, por favor, no se preocupen por si me estoy preparando para soltarles un sermón sobre la compasión o el desprendimiento o alguna otra de esas supuestas «virtudes». No es de virtud de lo que estamos hablando: estamos hablando de decidir si nos tomamos o no la molestia de alterar de alguna manera o incluso de quitarnos de encima esa configuración por defecto que nos viene de fábrica, y que consiste en ser profunda y literalmente egocéntricos, y en verlo e interpretarlo todo a través de esa lente que es el yo. De la gente que es capaz de ajustar así su configuración natural por defecto se suele decir que son, entre comillas, gente «equilibrada», un término que yo les sugiero que no es accidental.
Dado el contexto académico en que nos encontramos, una pregunta obvia que surge es en qué medida esa tarea de equilibrar nuestra configuración por defecto requiere un verdadero conocimiento o uso del intelecto. No es de extrañar que la respuesta sea que depende de qué clase de conocimiento estemos hablando. Probablemente lo más peligroso que tiene la educación académica, por lo menos en mi caso, es que habilita mi tendencia a intelectualizar las cosas en exceso, a perderme en el pensamiento abstracto en lugar de limitarme a prestar atención a lo que está pasando delante de mí.
En lugar de prestar atención a lo que está pasando dentro de mí.
No me cabe duda de que a estas alturas ya se habrán dado cuenta de que resulta extremadamente difícil permanecer alerta y atento en lugar de dejarse hipnotizar por el monólogo constante que suena dentro de la cabeza de uno. Lo que todavía no han averiguado es qué hay en juego en esa lucha. En los veinte años que han pasado desde que me gradué, yo sí he podido ir entendiendo gradualmente qué hay en juego, y también he podido ver que ese estereotipo de que las humanidades «te enseñan a pensar» era en realidad la versión breve de una verdad muy profunda e importante. Lo de «aprender a pensar» en realidad quiere decir ejercer cierto control sobre cómo y qué piensa uno.
Quiere decir ser lo bastante consciente y estar lo bastante despierto como para elegir a qué prestas atención y para elegir cómo construyes el sentido a partir de la experiencia. Porque si no pueden o no quieren llevar a cabo esa clase de elecciones en su vida adulta, van a estar jodidos del todo. Piensen en ese viejo cliché que dice que la mente es «un siervo excelente pero un amo terrible». Igual que tantos otros clichés, tan banales y pobres en la superficie, en realidad expresa una verdad grandiosa y terrible. No es para nada una coincidencia el que los adultos que se suicidan con armas de fuego casi siempre se peguen un tiro en… la cabeza. Y la verdad es que la mayoría de esos suicidas en realidad ya están muertos mucho antes de apretar el gatillo.
Y yo sostengo que esto es lo que va a acabar siendo el valor verdadero de su educación de humanidades: cómo evitar vivir sus cómodas, prósperas y respetables vidas adultas estando muertos, siendo inconscientes, meros esclavos de sus cabezas y de su configuración natural por defecto que les dice que están extraordinaria, completa e imperialmente solos, día tras día. Esto puede parecer una hipérbole, o una tontería abstracta. Así que vayamos a lo concreto. Lo que está claro es que al licenciarse de la universidad todavía no tienen ni idea de qué quiere decir en realidad la expresión «día tras día».
Resulta que hay partes enormes de la vida adulta americana de las que nadie habla en los discursos de las ceremonias de graduación. Y una de esas partes incluye el aburrimiento, la rutina y las pequeñas frustraciones. Los padres y la gente mayor que hay aquí sabe perfectamente de qué estoy hablando.
Para poner un ejemplo, digamos que hoy es un día normal de la vida adulta, y que tú te levantas por la mañana y te vas a tu nada fácil trabajo de oficina de persona con estudios universitarios, y allí trabajas duro durante nueve o diez horas, y estás estresado, y lo único que quieres es irte a casa y cenar bien y tal vez relajarte un par de horas y después irte a la cama temprano porque al día siguiente hay que levantarse y volver a hacerlo todo otra vez. Pero entonces te acuerdas de que en casa no hay comida, de que esta semana no has tenido tiempo de hacer la compra por culpa de ese trabajo nada fácil, así que después del trabajo te tienes que meter en el coche e ir al supermercado. Es la hora en que la gente vuelve del trabajo y hay mucho tráfico, así que tardas mucho más de lo que deberías en llegar al supermercado, y cuando por fin llegas, te encuentras el supermercado abarrotado de gente, ya que por supuesto es esa hora del día en que toda la demás gente que trabaja también intenta encontrar un momento para hacer la compra, y la tienda está iluminada con una luz fluorescente y repulsiva, y bañada en ese hilo musical que te mata el alma o en música pop corporativa, y viene a ser el último lugar donde te gustaría estar, pero te resulta imposible entrar y salir de prisa. Te ves obligado a pasearte por todos y cada uno de los pasillos abarrotados de la tienda enorme e inundada de luz para encontrar las cosas que quieres, y tienes que maniobrar con tu carro destartalado de la compra para esquivar a toda la demás gente cansada y apresurada que también empuja carros de la compra, y por supuesto están también los ancianos glaciarmente lentos y la gente que está en Babia y los niños con desorden de déficit de atención que obstruyen el pasillo, y tú te tienes que aguantar y tratar de ser educado cuando les pides que te dejen pasar, y por fin, de una santa vez, consigues todo lo que necesitas para la cena, pero ahora resulta que no hay las bastantes cajas registradoras abiertas pese al hecho de que es la hora punta del final del día, así que la cola para pagar es increíblemente larga.
Lo cual es estúpido y exasperante, y sin embargo uno no puede desahogar su furia con la señora que está trabajando frenéticamente en la caja registradora, que ya está trabajando más de lo que debe en un puesto cuyo tedio diario y cuya falta de sentido sobrepasan la imaginación de ninguno de los que estamos aquí en una universidad de prestigio… pero bueno, por fin llegas al frente de la cola de la caja registradora y pagas tu comida, y esperas a que una máquina compruebe la autenticidad de tu cheque o de tu tarjeta y a que te desee «Que tenga un buen día» con una voz que es sin lugar a dudas la misma voz de la muerte. Y después tienes que meter esas bolsas de la compra repulsivas y endebles llenas de comida en ese carro con una rueda descoyuntada que no para de desviarse exasperantemente hacia la izquierda, cruzar todo el aparcamiento abarrotado, lleno de baches y de basura tirada por el suelo, y tratar de cargar las bolsas en el coche de manera que no se caiga todo de las bolsas y ruede por el maletero de camino a casa, y luego hay que hacer todo el trayecto en coche a casa en pleno tráfico de hora punta, lento, tortuoso y lleno de monovolúmenes, etcétera, etcétera.
Todos los presentes hemos hecho estas cosas, está claro; pero todavía no forman parte de la rutina real de las vidas de los que se están graduando hoy, día tras semana tras mes tras año. Pero lo serán, y se les sumarán muchas más rutinas espantosas, irritantes y aparentemente absurdas… Pero esa no es la cuestión. La cuestión es que es precisamente en esas chorradas nimias y frustrantes como la que les acabo de contar donde entra en juego la tarea de elegir.
Porque los atascos de tráfico y los pasillos abarrotados y las largas colas para llegar a la caja registradora me dan tiempo para pensar, y si no llevo a cabo una decisión consciente de cómo debo pensar y a qué debo prestar atención, voy a estar triste y cabreado cada vez que tenga que ir a comprar comida, porque mi configuración natural por defecto me dice que en esa clase de situaciones lo importante soy yo, mi hambre y mi cansancio y mis ganas de llegar de una vez a casa, y me va a dar toda la impresión de que todos los demás me estorban, ¿y quién coño es toda esa gente que me estorba?
Y mira lo repulsivos que son la mayoría y lo estúpidos que se ven en esa cola para pagar en caja, y parecidos a vacas, y no humanos, y lo muertas que se ven sus miradas, y lo irritante y maleducado que es que la gente se ponga a hablar a gritos por el móvil en medio de la cola, y mira qué profunda injusticia hay aquí: me he pasado el día entero trabajando como un esclavo y me muero de hambre y de cansancio y ni siquiera puedo llegar a mi casa para comer y relajarme por culpa de toda esta estúpida gente de los cojones.
O bien, por supuesto, si adopto una forma más socialmente considerada y humanística de mi configuración por defecto, puedo pasarme el rato en el atasco de tráfico del final de la jornada furioso y asqueado ante todos esos enormes y estúpidos monovolúmenes y cuatro por cuatros y camionetas V-12 que bloquean los carriles y consumen sus contaminantes y egoístas depósitos de gasolina de ciento cincuenta litros, y me puedo fijar en el hecho de que los adhesivos patrióticos o religiosos siempre están en los vehículos más grandes y asquerosamente egoístas, que son donde van los conductores más feos, desconsiderados y agresivos, que suelen ir hablando por el móvil mientras cortan el paso a la gente para poder avanzar cinco estúpidos metros en el atasco, y puedo pensar en que los hijos de nuestros hijos nos despreciarán por haber consumido todo el combustible del futuro y por habernos cargado probablemente el clima, y en cómo de consentidos estamos y en la clase de estúpidos y egoístas y asquerosos que somos todos, y en que todo es una mierda, y etcétera, etcétera…
Miren, si elijo pensar de esta manera, no pasa nada, lo hacemos muchos: pero es que pensar de esa manera suele ser tan fácil y automático que no hace falta que yo lo elija. Pensar de esa manera es mi configuración natural por defecto. Es cuando experimento de forma automática e inconsciente las partes aburridas, frustrantes y abarrotadas de la vida adulta cuando estoy funcionando bajo la creencia automática e inconsciente de que yo soy el centro del mundo y de que mis necesidades y sentimientos inmediatos son lo que debería determinar las prioridades del mundo.
La cuestión es que hay maneras obviamente distintas de pensar en esa clase de situaciones.
En medio de todo ese tráfico, de todos esos vehículos atascados y marchando al ralentí -número de revoluciones por minuto a las que debe funcionar un motor de explosión cuando no está acelerado- que obstruyen mi avance: no es imposible que alguna de esa gente que va en los monovolúmenes haya sufrido accidentes espantosos en el pasado y ahora conducir les resulte tan traumático que su psiquiatra prácticamente les ha ordenado que se compren un monovolumen bien enorme y pesado para que puedan sentirse seguros conduciendo; o bien que la 4×4 que me acaba de cortar el paso tal vez tenga al volante a un padre cuyo hijito va herido o enfermo en el asiento de al lado, y que ahora esté intentando llegar cuanto antes al hospital, y tenga una prisa muchísimo mayor y más legítima que la mía: que en realidad sea yo quien le está obstruyendo el avance a él. O bien puedo elegir obligarme a tener en cuenta que lo más probable es que toda la gente que hay conmigo en la cola para pagar en caja del supermercado se encuentre igual de aburrida y frustrada que yo, y que alguna de esa gente en realidad tengan unas vidas que en conjunto sean mucho más duras, más tediosas o más dolorosas que la mía. Etcétera.
Nuevamente, por favor, no piensen que les estoy dando consejo moral, ni que les estoy diciendo que así es como «tienen» que pensar, ni que nadie espera que lo hagan automáticamente, porque se trata de algo duro, que requiere voluntad y esfuerzo mental, y si son como yo, habrá días en que no serán capaces de hacerlo, o en que simplemente se negarán de plano a hacerlo. Pero la mayoría de los días, si son lo bastante conscientes como para darse a sí mismos esa opción, pueden elegir mirar de forma distinta a esa señora gorda de mirada muerta y demasiado maquillada que le acaba de pegar un grito a su niño en la cola para pagar en caja; tal vez ella no sea así normalmente, tal vez lleve tres noches seguidas cogiendo la mano de su marido, que se está muriendo de cáncer de huesos, o tal vez esa señora no sea otra que la empleada mal pagada del departamento de tráfico que ayer mismo ayudó a su marido o a su mujer a resolver un problema pesadillesco de papeleo mediante un pequeño acto de amabilidad burocrática.
Por supuesto, nada de todo esto es probable, pero tampoco es imposible; simplemente depende de lo que ustedes quieran tomar en consideración. Si están automáticamente seguros de que saben lo que es la realidad y de quién y qué es lo realmente importante, si quieren funcionar con su configuración por defecto, entonces lo más probable es que ustedes, igual que yo, no quieran tomar en consideración posibilidades que no sean absurdas o irritantes. Pero si de verdad han aprendido a pensar, y a prestar atención, entonces sabrán que tienen otras opciones. Tendrán el poder real de experimentar una situación masificada, calurosa y lenta del tipo infierno consumista como algo no solo lleno de sentido sino también sagrado, que arde con la misma fuerza que ilumina las estrellas: la compasión, el amor, la unidad última de todas las cosas.
Tampoco es que este rollo místico sea necesariamente una verdad: la única Verdad con V mayúscula que existe es que uno tiene la oportunidad de decidir cómo va a intentar ver las cosas.
Esta, sostengo, es la libertad que entraña la verdadera educación, el aprender a ser equilibrado: que puedes decidir conscientemente qué tiene sentido y qué no lo tiene. Puedes decidir a qué dioses adorar… Porque he aquí otra cosa que es cierta. En las trincheras del día a día de la vida adulta, el ateísmo no existe. No existe el hecho de no adorar nada. Todo el mundo adora algo. La única elección que tenemos es qué adoramos. Y una razón excelente para elegir adorar a algún dios o cosa de naturaleza espiritual —ya sea Jesucristo o Alá, ya sea Yavé o la diosa madre de la Wicca o las Cuatro Nobles Verdades o algún conjunto inquebrantable de principios éticos— es que prácticamente cualquier otra cosa que te pongas a adorar se te va a comer vivo.
Si adoras el dinero y las cosas materiales —si es de ellas de donde extraes el sentido verdadero de la vida —, entonces siempre querrás más. Siempre sentirás que quieres más. Es la verdad. Si adoras tu propio cuerpo y tu belleza y tu atractivo sexual, siempre te sentirás feo, y cuando se empiece a notar en ti el paso del tiempo y la edad, morirás un millón de veces antes de que por fin te metan bajo tierra. A cierto nivel todos ya sabemos estas cosas: han sido codificadas en forma de mitos, proverbios, estereotipos, lugares comunes, epigramas y parábolas; el esqueleto de todas las grandes historias.
El truco es mantener la verdad por delante en la conciencia diaria.
Si adoras el poder, te sentirás débil, tendrás miedo y siempre necesitarás más poder sobre los demás para mantener a raya el miedo. Si adoras tu intelecto, el hecho de que te consideren listo, acabarás sintiéndote tonto y un fraude y siempre estarás con miedo a que te descubran. Etcétera.
Miren, lo insidioso de todas esas formas de adoración no es que sean malvadas o pecaminosas; es el hecho de que son inconscientes. Son configuraciones por defecto. Son la clase de adoración en la que acabas cayendo, día a día, volviéndote cada vez más selectivo con lo que ves y con cómo mides el valor sin darte cuenta del todo de que lo estás haciendo. Y el supuesto «mundo real» no te va a intentar disuadir de que funciones bajo tu configuración por defecto, puesto que el supuesto «mundo real» de los hombres y del dinero y del poder ya va tirando bastante bien con el combustible del miedo y el desprecio, de la frustración, el ansia y la adoración de uno mismo. Nuestra cultura presente ha utilizado estas fuerzas de formas que han generado una riqueza y una comodidad y una libertad personal extraordinarias. La libertad para ser todos señores de esos reinos diminutos que tenemos en el cráneo, a solas en el centro de la creación entera. Se trata de una clase de libertad muy recomendable.
Pero, por supuesto, hay muchas clases distintas de libertad, y de la más preciosa de todas no van a oír hablar mucho en ese gran mundo de triunfos y logros y exhibiciones que hay ahí fuera. El tipo realmente importante de libertad implica atención, y conciencia, y disciplina, y esfuerzo, y ser capaz de preocuparse de verdad por otras personas y sacrificarse por ellas, una y otra vez, en una infinidad de pequeñas y nada apetecibles formas, día tras día. Esa es la auténtica libertad. Y esa libertad consiste en que te enseñen a pensar. La alternativa es la inconsciencia, la configuración por defecto, la competitividad febril: la sensación constante y agobiante de que has tenido algo infinito y lo has perdido.
Sé que lo más probable es que estas cosas no resulten divertidas ni simpáticas ni grandiosamente inspiradoras, que es como han de resultar las ideas centrales de un discurso de ceremonia de graduación. Lo que son, bajo mi punto de vista, es la verdad, ya despojada de un buen montón de chorradas retóricas. Obviamente, ustedes pueden considerarlas lo que quieran. Pero, por favor, no las desprecien como si fueran un sermón moralista de consultorio radiofónico. Nada de esto tiene que ver con la moralidad ni con la religión ni con las grandes y elaboradas preguntas sobre la vida después de la muerte. La verdad con V mayúscula tiene que ver con la vida antes de la muerte. Tiene que ver con llegar a los treinta años, o incluso a los cincuenta, sin querer pegarte un tiro en la cabeza. Tiene que ver con el verdadero valor de una verdadera educación, que no pasa por las notas ni los títulos y sí en gran medida por la simple conciencia: la conciencia de algo que es tan real y tan esencial, y que está tan oculto delante mismo de nuestras narices y por todas partes, que nos vemos obligados a recordarnos a nosotros mismos una y otra vez: «Esto es agua».
«Esto es agua».
«Esto es agua».
- David Foster Wallace fue invitado a pronunciar un discurso en una ceremonia de graduación en la Universidad de Kenyon, sobre un tema de su elección. Fue el único discurso de este tipo que dio en su vida. [↩]
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