Todavía recuerdo la sensación de asombro que experimenté cuando me conecté a internet por primera vez. Asombro no es la palabra adecuada para describir ese despertar a una tecnología y una forma sociocultural radicalmente nueva; más bien fue una especie de epifanía socioevolutiva, un vislumbrar del cambio social que estaba avecinandose.
Tengo la suerte, o la desgracia, de pertenecer a una generación bisagra: nací diez años antes de quienes no conciben un mundo sin internet y diez años después de quienes suponen que internet es tan solo un medio de comunicación moderno y nada más. Muy a mi pesar no puedo afirmar ser un nativo digital, pero para mi suerte sé que internet es bastante más que solo un medio de comunicación moderno y nada más. Durante mi niñez y adolescencia usé incontables medios analógicos, conozco qué tienen en común un lápiz y una cinta de audio, sé cómo limpiar el cabezal de un reproductor VHS, todavía guardo en mi memoria las esquinas de la ciudad en donde estaban las cabinas telefónicas (qué, por supuesto y gracias a la inflación que reinaba —y todavía reina— en mi país, no funcionaban con monedas, sino con cospeles) Como todo preadolescente, cuando tenía doce o trece años comencé a buscar una identidad musical e invertí gran parte de mi tiempo libre en grabar canciones directamente desde la radio, en cassettes TDK de 90 minutos. He enviado telegramas, ejercitándome en el arte de la síntesis y procurando no usar conjunciones (no me parecía racional pagar el precio de una palabra entera para transmitir una sola letra) y he tenido que levantarme del sillón para cambiar el canal del televisor, debiendo manipular a tal efecto un comando grosero, plástico y circular, que adosado fijamente al frente del dichoso aparato, contaba con tan solo doce posiciones. Todavía guardo (aunque no atesoro), una incipiente y pobre colección de sellos postales.
Que no se me malinterprete. No guardo ningún tipo de nostalgia por la tecnología ni por la industria del entretenimiento de la década de los ochenta. Visto en retrospectiva, aquel momento tecnológico palidece ante el volumen de información actual, la velocidad de su gestión e intercambio y las posibilidades socioculturales que implican. Hice todo eso; pero también viví conscientemente la transición de todo aquello a todo esto. Hace veinte o veinticinco años, internet irrumpía en la vida de la gente como algo radicalmente nuevo, radicalmente anárquico y radicalmente libre. Las posibilidades eran infinitas. La masificación de Internet marcaba el nacimiento de la verdadera Sociedad del Conocimiento, aunque los libros de historia sitúen sus comienzos treinta años antes. A principios de los ’90, aprendí más sobre el mundo, sobre la cultura y sobre la tecnología que lo que la escuela me había enseñado hasta entonces. Con veinte años, ya ubicado de este lado de la bisagra, tuve el tiempo y la curiosidad para ver en Internet lo que las personas apenas diez años mayores que yo no podían ver: una herramienta capaz de cambiar el mundo, capaz de cambiarlo para bien. La expresión última de la máxima libertad posible.
Hoy, lamentablemente, nos enfrentamos a otro momento clave; lentamente comprendemos que Internet supone la máxima libertad posible… o el máximo control posible. Las revelaciones de Edward Snowden sobre las actividades de la NSA y otros organismos gubernamentales nos cayeron encima como el baldazo de agua helada del Ice Bucket Challenge, solo que en este caso, la causa no es buena. Este texto está siendo almacenado y con él, la información sobre dónde lo estoy escribiendo, con quién acabo de hablar por teléfono, quién lo escribe y con quién lo comparto. También está siendo guardada la información de quién lo lee, dónde, cuando y en qué contexto. Por supuesto, toda esa información aún estaría siendo almacenada en algún lado sin la existencia de PRISM o de la NSA — pero ello no representaría un problema real; lo mounstroso del asunto es que este aparato de vigilancia, este inconmensurable Leviahtan Electrónico, procesa toda esa información y la vincula entre sí, formando un mapa fácilmente rastreable y personificable de la gran mayoría de las comunicaciones generadas permanentemente alrededor del globo.
Edward Snowden dice en Citizenfour:
„Aún recuerdo como era Internet antes de que estuviera siendo vigilado. Nunca había habido nada como eso en la historia del hombre. Quiero decir: podías tener niños en una parte del mundo teniendo una discusión respetuosa con expertos en otra parte del mundo, sobre cualquier tema y en cualquier momento, todo el tiempo. Internet era libre y sin restricciones. Y hemos visto un gran deterioro, el cambio de ese modelo hacia algo donde la gente misma controla sus propios puntos de vista. Y literalmente hacen bromas sobre „terminar en la lista“ si donan a una causa política o si dicen algo en una discusión. La comunicación está dominada por la expectativa de estar siendo observados. Y eso limita las fronteras de su exploración intelectual…“
Edward Snowden
Así las cosas, la utopía de una Internet como expresión de la máxima libertad posible se está acabando. Es decir: ya ha terminado. Aún cuando el panorama no fuera tan desalentador, aún cuando los mecanismos de control y censura no fueran a utilizarse jamás para fines espúreos, el mero conocimiento sobre la existencia de PRISM determinaría (está determinando) la topología de la red: si sus miembros tienen la sospecha de estar siendo vigilados, nunca van a comportarse como lo harían en un ámbito de libertad absoluta. La única solución real al problema del espionaje masivo, compulsivo e indisciplinado es encriptar toda comunicación, no participar más en las redes sociales, no buscar en google, no ver videos en youtube, ni subirlos. Y también, sí, prender fuego el celular. Y el televisor. Cancelar el abono de Netflix. Romper los discos duros de la computadora a martillazos.
Hay mucha gente que se toma todo esto muy en serio; solamente eso hace que la morfología de la red ya esté cambiando de facto, de manera real y tangible, con la construcción de redes paralelas y cerradas. Y aún sin toda esa paranoia, el panorama es muy desalentador, porque ninguna democracia soporta la construcción de semejante aparato de vigilancia masiva; porque ninguna democracia es tan estable, porque los sistemas son apenas tan sólidos como lo es su componente más frágil. ¿Son demasiados „porques“, dice Usted? Yo digo que dejar en las incontroladas e incontrolables manos de los servicios de inteligencia un aparato capaz de espiar a cualquier ciudadano debería ser la pesadilla de cualquier demócrata: hombre o mujer, niño o viejo, perro o gato. O pez.
¿Es que la historia no nos ha enseñado nada?
Yo sé que todo esto puede parecer una cuestión menor. No lo es. Yo sé que pareciera haber problemas más importantes. No los hay. (hay problemas más urgentes, si se me permite caer en un lugar común) Estamos parados sobre una frágil bisagra. Cómo resolvamos esta disyuntiva determinará el curso de la historia.
Deja una respuesta