En los últimos días, un mediatizado ejemplo de moderna violencia de género ha estado rebotando dentro de las redes sociales, y hasta llegó a derramarse fuera de facebook y twitter para ocupar unos minutos de los telediarios televisados (hace unos pocos minutos vi como CNN en español informaba los últimos detalles del culebrón). El adjetivo moderno, claro, solo acompaña a lo mediatizado del caso (en lo personal logro imaginar pocas cosas más arcaicas que la violencia de género), pero la historia, despojada de su brutalidad, no deja de ser una interesante muestra del momento de inflexión específico por el que transcurre el devenir social de la humanidad. Dicho de otro modo, esta historia es un buen ejemplo de cómo conviven dos paradigmas — a primera vista — contradictorios, como son, por un lado, la emancipación femenina (entendida como la aceptación social de la igualdad fáctica entre el hombre y la mujer) y por el otro, la exaltación del ideal masculino del hombre fuerte y protector.
El caso en cuestión se relata con pocas palabras: el luchador de artes marciales Jon Koppenhaver (@WarMachine) llegó una noche a la casa de su (ex-)pareja1, la actriz porno Christy Mack y encontrándola con otro hombre, montó en cólera y le dio golpiza tal que le arrancó varios dientes, le rompió la nariz, algunas costillas, otros dieciocho huesos y le provocó heridas internas de gravedad antes de darse a la fuga. La propia Christy Mack relata que intentó violarla sin éxito y que la hubiera matado si no fuera porque la hoja de su cuchillo se quebró al intentar apuñalarla.
Aquí quiero ser sumamente cuidadoso: poco me importa que la víctima haya sido una actriz porno. Poco me importa, también, si la relación entre ambos era un gag publicitario, o si por el contrario los unía un vínculo patológico o un amor sincero. A los efectos de condenar la violencia, no me importa si tenían una relación sadomasoquista o si gustaban de las prácticas swinger o si se aburrían en la cama. Me da igual; y nada está más lejos de mí intención que estigmatizar a la víctima. Con lo siguiente no quiero decir, ni insinúo, que ella tuvo la culpa de ser golpeada, se lo buscó o fue responsable en modo alguno.
Pero los hechos hablan un lenguaje que no por curioso es menos claro. Es bastante evidente que él está sinceramente convencido que ella era una especie de ítem más en el inventario de sus propiedades; el día anterior al ataque, escribió un furioso tweet en respuesta al seguramente bienintencionado comentario de uno de sus fans (sí, esta gente tiene fans) sobre su deseo de que “volvieran a estar juntos”, diciendo más o menos “¿De qué mierda hablas? Ella es de mi propiedad, siempre lo será”. Y ella — evidentemente — , piensa o pensaba de un modo similar, pues ostenta un llamativo tatuaje en forma de marca de fuego sobre el omóplato derecho con las palabras “PROPERTY OF WARMACHINE”. Si uno repasa un poco el trabajo de prensa de WarMachine, lo que publica en las redes sociales y en sus sitios web, tiene la impresión de que su slogan I do Alpha Male shit es algo más que un cartel de propaganda: es una ideología y un estilo de vida. Y esa ideología — parece — , era compartida por la víctima: todo permite suponer que ella quería tener un macho alfa a su lado. Claro, es posible que me equivoque (yo no conozco a estas personas), pero repasando los dichos públicos de ambos todo apunta a que sea así. De todas formas, ni la veracidad ni mi interpretación de la noticia son relevantes a los efectos de lo que quiero comentar.
Por definición, los machos alfa son agresivos, luchadores, líderes y protectores. El macho alfa ganó su posición de líder peleando con otro macho alfa, y la perderá ante un tercer macho alfa cuando sea más viejo y más débil que él y ya no pueda defender su liderazgo por la fuerza. Los animales de su manada son protegidos y dominados por él, en partes iguales. Protección y dominación son las dos caras de una misma moneda: la estrategia y el ejercicio del poder. Esto funciona bien en la naturaleza, y funcionó bien para nosotros, animales humanos, hasta hace relativamente poco tiempo.
Pero con el advenimiento de la cultura comenzó un proceso de “domesticación del poder” que produjo una grieta que separó el deseo de protección de la aversión a la sumisión; los seres humanos construimos estructuras sociales que, desde un punto de vista socio-evolutivo, tienden a brindar cada vez más protección exigiendo cada vez menos sumisión: Los jefes tribales se convirtieron en reyes y los reyes en parlamentos; El arcaico y colérico dios le dio paso a un dios más misericordioso y terminó convirtiéndose en un ente difuso al que ya nadie teme realmente2; y el esposo pasó de poseer de facto a su mujer a ser jefe de una familia, para más tarde convertirse en un simple socio dentro de un proyecto de vida en común3.
En este marco, el estado, la iglesia y la familia modernos son instituciones sociales que tienden a ofrecer algo de protección a costa de un mínimo de sumisión. Y entre todos esos sistemas sociales, la familia es sobre la que más injerencia tenemos como individuos: a grandes rasgos podemos decir que los adultos decidimos que tipo de familia deseamos crear. Quizás por eso todavía exista una gran disonancia entre el clásico anhelo femenino de protección y cuidado (que ya no es compartido por todas las mujeres, ni mucho menos, pero que todavía existe) y el impulso emancipador de la modernidad: una mujer que desea tener un macho alfa al lado que la “cuide” y la “proteja” no puede esperar, al mismo tiempo, una personalidad dócil y carente de agresividad. Las dos cosas, [1] el impulso protector masculino y [2] una cierta cuota de agresividad, están indefectiblemente ligadas. Con esto no quiero decir que todos los (a falta de una descripción mejor) machos alfas humanos que andan sueltos por ahí sean golpeadores, pero sí que la mayoría de los golpeadores son protectores y dominadores, y defienden un rebuscado y patológico sentido de la propiedad sobre sus parejas, generalmente extensivo a sus hijos (existen estudios que así lo indican).
En otras palabras: la emancipación comienza por casa. La emancipación comienza cuando las mujeres abandonan la necesidad de sentirse “protegidas”, “cuidadas” y “contenidas”. Tan sencillo como eso.
- según ella estaban separados; según él, no. [↩]
- o por lo menos, no en la misma medida en que se le temía hace algunos cientos de años, en dónde toda actividad, privada o colectiva, estaba atravesada por un profundo temor a dios [↩]
- con algunas excepciones, esta fue —a grandes rasgos— la sucesión de los acontecimientos de los últimos cuatrocientos años en occidente, por más que el feminismo más radical opine que todavía nos encontramos en fase uno y que es contra esa opresión contra la que el movimiento lucha. Pero esa es otra historia. O quizás no. [↩]
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