Por Juan Pablo Sáenz para Y SIN EMBARGO
Arriesgando una definición bastante amplia y a simple vista trivial de la memoria, quisiera describirla como el conjunto de la información que se conserva en el cerebro desde el instante siguiente a su recepción. (Es curioso pensar cómo, en este sentido, el presente apenas existe, porque puede reducirse a un crono-fragmento minúsculo que casi instantáneamente se pierde en el abismo de la memoria)
Por ejemplo: los colores y las formas que mis ojos acaban de percibir, una idea al ser tejida, las veces que algo logró conmoverme hasta las lágrimas, ésas y todas las demás conmociones que he sufrido, mi capacidad de hablar, leer y escribir, la forma de mi ideología, aquella mirada lasciva, el brillo del deseo marcado en su rostro y el gusto inmediatamente posterior de sus labios, el diccionario mental que puedo evocar cuando una carta comienza diciendo “Sehr geehrter Herr…”, su gramática, (la mía también), la profunda tristeza que sentí la mañana que llegaron con la noticia de su muerte, dos palabras (”La memoria”) que escribí y después borré al comenzar con esto. Todo lo que hice, todo lo que me hicieron y todo lo que hice con lo que hicieron de mí, todo lo que aprendí, todo lo que aprendí mal, todo lo que olvidé, todo lo que quise olvidar y no pude, y todo lo que hubiera preferido no haber visto. Todo lo que soy y todo aquello de lo que estoy hecho está guardado ahí, aun aquello que todavía ignoro.
La memoria es algo más que una simple acumulación de recuerdos, una evocación vacía o una forma de mantener con vida a los muertos: la memoria es la forma del alma, es la verdadera y única antropomorfología: imaginen si no a un hombre sin memoria. No me estoy refiriendo a alguien con Alzheimer, no: pienso en alguien víctima de un reseteo mental mucho más profundo, alguien sin ningún tipo de recuerdo, alguien que no sepa hablar ni entienda los centenares de símbolos que manejamos a diario, alguien que no sepa correr ni caerse, alguien que no pueda escuchar música ni disfrutar de la belleza ni persiga el descanso ni conozca el gusto de sus propias lágrimas ni el dolor físico que provoca un buen ataque de risa. ¿Escucharon alguna vez una descripción más precisa de un muerto-vivo? Yo no.
No es falso, como dijo otro francés, que los seres humanos «sean únicos, que lleven dentro de sí una singularidad irreemplazable”. La individualidad es una configuración singular de la memoria; el contenido del alma de cada uno de nosotros. El software cuyas líneas escribimos minuto a minuto, el programa que se autoescribe lenta pero incesantemente. (Intentar un “Low Level Format” es muy peligroso, pero algunos dicen que no es imposible: cierta vez Diane quiso reprogramarse en Betty, ¿recuerdan?).
Lo demás, el hardware: miles de millones de años de tiempo, energía química y electromagnética y cadenas de proteínas y aminoácidos. Si el universo es información (lo es, y no estoy diciendo que sea lo único que es), quizás en cierta forma el cosmos también sea una configuración singular de la memoria. El panteísmo nos indica que así es. Yo no estoy seguro, pero es reconfortante pensar que sí.
Publicado originalmente en la revista Y SIN EMBARGO.
(Véase versión online o impresa)
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