–Me temo, Herr Schierloh, que en Formas de humo ha violado las reglas –comienza la acusación el Secretario General del Sindicato de Magos con la Pluma– y eso no puede dejarse sin castigo… Usted ha revelado cómo se hacen varios trucos, en especial cómo se empieza a hacer trucos.
–Es cierto, pero quizá el truco del libro sea que sólo los magos se dan cuenta de la revelación de los trucos.
–Maldición, ha vuelto a decir la verdad con esa mentira. Váyase al diablo, Herr Schierloh, y no deje de permitirle hablar a través suyo.
En estos tiempos en que las imágenes constituyen un vehículo de sentidos aparentemente más apto y seguramente más veloz que las palabras, contar una historia fuerza a plantear la disyuntiva novela vs. película. Si la historia, la vida de un hombre por ejemplo, es interesante sólo por los acontecimientos de que está compuesta, ya no tiene sentido escribirla como novela, tiene más sentido filmarla; así se acerca la historia con mayor efectividad a mayor cantidad de gente. En definitiva, cuando una historia vale por su contenido, resulta más práctica la película que el libro (sí, el maldito utilitarismo también puede regir al arte). En cambio, cuando una historia vale por su forma, es decir que la manera en que se cuenta la historia también es importante, o mejor: es lo importante, entonces la novela aún es posible. Lo que justifica una novela no es el contenido sino la forma. A una buena novela no se le puede cambiar la forma sin cambiar también el contenido; si contamos la historia de otra forma tenemos que contar también otras cosas. En definitiva, si cambiamos la forma terminamos frente a otra novela. Ese ajuste simbiótico entre forma y contenido es hoy la garantía de pervivencia legítima de la novela como arte y como entretenimiento (y en ese doble fin de la literatura asoma de nuevo el utilitarismo); ese ajuste es, también, la marca reveladora de virtuosismo literario. Formas de humo es una novela con ese ajuste: es imposible contarla de otra forma. Por eso vale la pena leerla.
El rasgo más evidente de la forma es el género. Formas de humo es, según palabras del autor, una novela de formación y una novela de ruta, una road-novel. Si la primera novela de un escritor es precisamente una novela de formación (una novela en que un joven amnésico emprende un viaje para recuperar su memoria, comprender la locura de su madre y descubrir la identidad de su padre), entonces no será otra cosa que la novela de una voz, el texto mismo que posibilita la construcción y afirmación de esa voz: contar la formación/recuperación de la memoria del personaje es la excusa para contar la formación/recuperación de la memoria del que escribe. La voz se impone a la acción. La voz es la acción. Por eso el estar en el camino, la ambigüedad genérica con la road-novel, es la excusa para hablar: se hace camino al hablar/escribir: «Mientras camina, habla; habla pausadamente como si estuviera tratando de cantar una canción». Y el punto de partida de ese recorrido por la voz son otras voces: una tradición literaria elegida explícitamente a través de las citas e implícitamente mediante alusiones más o menos evidentes, y una tradición musical presente gracias a las canciones que son lo único que el protagonista recuerda. Esta última tradición se articula con la escritura de dos maneras: como comentario de la acción, puesto que cada canción evocada dice algo de la situación en que aparece, y como motor de la escritura, en tanto cada canción sintetiza la acción y la orienta hacia un sentido determinado por lo que la letra dicta, pero además porque el autor reconoce que es la música que escuchaba al escribir la que termina imponiéndose al texto.
Además de esas voces ajenas apropiadas, a lo largo de las cuatro partes de la novela y las notas finales (el bonus track como en los buenos discos) hay cuatro niveles/volúmenes para esa voz que termina siendo la novela, que canta la novela: la primera persona del protagonista, la tercera del narrador, lo que el protagonista anota en su libreta, lo que el autor nos confiesa sobre el libro al final y que él mismo califica como prueba para su memoria. Estos cuatro niveles hacen que la lectura se complejice: no sólo hay que dejarse llevar por la acción (como en cualquier obra narrativa) o por la voz (como en cualquier poema), sino que además hay que leer prestando atención a quién habla y desde dónde y cuándo lo hace. Porque el cruce espacial y temporal entre esos cuatro niveles es lo que materializa la voz, lo que delata el proceso constitutivo de la voz, y por lo tanto lo que nos dice la verdad de la novela: se cuenta cómo llegar a contar, se cuenta el comienzo material de un narrador y de un autor: la decisión y el acto de tomar la palabra, de ser una voz. Y el cruce de esos cuatro niveles es lo más interesante de la forma de la novela, porque logra hacerla única en su sinceridad, en su capacidad de reflexión, como análisis y como espejo de la escritura: de los cuatro niveles de la voz, dos trazan la reflexión del contenido (narrador y personaje son los dos niveles básicos de cualquier narración), y los otros dos la de la forma (el plano de la escritura en la libreta que practica el protagonista se va contraponiendo con su discurso directo constante –cercano a un monólogo interior efusivo y avasallador– y así logra mostrar ficcionalmente la relación autor/texto, que finalmente es explicitada en las «Notas de humo» donde el propio Schierloh nos habla del proceso de escritura de la novela). Entonces: una novela de ruta y formación medidamente reflexiva y por ello desmedidamente sincera, una novela cuya forma está concebida como un espejo de la voz: muestra el camino que forma a un personaje para mostrar el camino que forma a un narrador y detrás de él a quien escribe: «algo así como una novela de formación que concierne al protagonista como al autor: a Jekyll y a Hyde, a Víctor y a Frankenstein». Entonces: una novela cuya forma dice la verdad, o mejor: una primera novela cuya forma dice la verdad de ese comienzo: «Las historias, como las vidas, deberían reflejar algo del caos del que se nutren, de la confusión en la que bailan como motas de polvo». Y la forma es precisamente la que organiza el caos, la forma es la restricción del universo infinito de combinaciones posibles de signos a un orden concebible; la forma hace legible la novela como la conciencia lo hace con el mundo. Y si el contenido y la forma además dicen que hacen eso, entonces la novela logra el virtuosismo de ser espejo de sí para ser espejo del mundo; no sólo hace un cosmos del caos sino que al hacerlo define la posibilidad de una verdad en el azar: «Debajo del seis: el uno; así es como funcionan los dados (…) Como dije, debajo del seis: el uno. Y eso es algo que uno no puede evitar. Algo de lo que uno puede estar seguro». Con esa certeza, la voz se impone en la novela como la novela en el mundo: luchando. Lentamente la voz consigue imponer un orden entre otros órdenes, su orden entre los órdenes de los otros: «Ellos saben que tus monedas van cayendo en tanto y en cuanto no logres de una u otra forma intuir un patrón, en tanto y en cuanto no puedas recordar algunas series de números dispersas en una masa negra y amorfa de pura confusión».
El compromiso entre literatura y verdad que legitima la labor del escritor no pasa por decir la verdad, al fin y al cabo el escritor es un mentiroso profesional, pasa por el hecho de que esas mentiras que el escritor compone sean verdaderas, verdaderas en tanto expresión de la subjetividad del autor (su personalidad, sus obsesiones, sus patologías, su visión del mundo), y verdaderas con respecto a su tiempo, su aldea y sus congéneres. Porque esas mentiras verdaderas dicen la verdad de sí y de quien las dice, nos hablan a todos, nos muestran a todos nuestras mentiras. Y es precisamente para compartir la verdad de las mentiras que Schierloh utiliza un protagonista amnésico que provoca un lector atento, por un lado, a los indicios que delatan el argumento, y por otro, a la forma que delata el sentido; un lector antiamnésico, capaz de prestar su memoria al personaje durante la lectura (al fin y al cabo leer es llenar el presente de la lectura con los pasados de lo ya leído y de lo ya vivido) para advertir que «el pasado es la peor de las mentiras. Y ésa es otra de las verdades que conozco». Schierloh (La Plata, 1981) pertenece a una generación que no fue víctima directa de la última dictadura, pero aún así no puede soslayar, en su inicio literario, el tema de la memoria: «¿Qué prueba es capaz de devolvernos el pasado? El dibujo grotesco de un chico con el noventa y nueve por ciento del cerebro en blanco, casi como el de un atún, un dibujo puro colores gruesos que siempre tienden a arremolinarse, digo, es siempre más cierto que cualquier hoja bien escrita». ¿Cómo comenzar a escribir hoy en la Argentina sin luchar contra una amnesia, contra el cerebro casi en blanco de un chico? Desde este compromiso entre literatura y verdad, que compartieron Poe y Kafka entre muchos otros, Schierloh escribe su primera novela en la que nos habla de cómo se llega a tener una voz para gritar las mentiras de todos: «Las historias no sirven de nada cuando son para evadir otra historia».
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